Tu ego está matando tus carreras
(y por eso revientas en el kilómetro 7)
Línea de salida.
Hueles a Reflex. A nervios. A la colonia barata del tipo que tienes al lado. Suena una música épica por unos altavoces que distorsionan. El speaker grita gilipolleces para «animar». Cientos, miles de personas, apretujadas, esperando el pistoletazo.
Tú estás ahí.
Te sientes un gladiador. Meses de entrenamiento en las piernas. Zapatillas nuevas.
El reloj GPS buscando satélites como si le fuera la vida en ello. Tienes un plan. Hoy vas a reventar tu marca.

PUM.
Suena el disparo. Y la marabunta se lanza hacia adelante como si no hubiera un mañana.
Empiezas a correr. Los primeros metros son un caos, pero enseguida coges hueco. Te sientes ligero. Pletórico. La adrenalina te recorre el cuerpo como un chute de anfetaminas.
Miras el reloj al pasar por el primer kilómetro.
Joder.
Vas 20 segundos más rápido de tu ritmo objetivo.
Y entonces, una voz en tu cabeza, una voz seductora y estúpida, te susurra al oído:
«De puta madre. Sigue así. Vas sobrado. Estás ganando tiempo al crono. Hoy es el día».
Esa voz es tu ego.
Y acabas de cometer el error más grande, predecible y catastrófico de tu vida como corredor.
El préstamo del diablo que siempre se cobra
Ese primer kilómetro kamikaze no es una inversión. Es un préstamo.
Un préstamo que te concede tu ego a un interés del 500%. Esos 20 segundos que has «ganado» al principio, los vas a pagar. Vaya si los vas a pagar. Y los pagarás con minutos. Con sufrimiento. Con una pájara monumental.
Porque tu cuerpo no es tonto. Lo acabas de sacar de cero a cien sin avisar. Le has metido un calentón innecesario, quemando un glucógeno precioso que vas a necesitar desesperadamente más adelante.
Has empezado a generar un lactato que tus piernas no saben cómo limpiar a esa velocidad.
Pero tú no lo notas.
Tú vas flotando. En el kilómetro 3 sigues volando. Adelantas a gente. Te sientes poderoso.
Y entonces llega el kilómetro 7 de tu 10k. O el 15 de tu media maratón. O el 32 de la maratón.
El cobrador del frac.
De repente, sin previo aviso, alguien apaga la luz. Tus piernas se convierten en dos bloques de hormigón. Tu respiración se vuelve un infierno. El tipo al que adelantaste con chulería en el kilómetro 2 te pasa ahora, y ni siquiera va sudando.
Te ha llegado el muro.
La pájara.
La hostia de realidad.

Y el resto de la carrera es una tortura. Una lenta procesión hacia la línea de meta, mirando el reloj con desesperación, viendo cómo los minutos que habías «ganado» se convierten en una sangría de tiempo perdido.
Cruzas la meta. Reventado. Frustrado. Con una marca peor de la que esperabas. Maldiciendo tu mala suerte.
No ha sido mala suerte. Ha sido tu ego. Ha sido tu estupidez.
«Pero es que los élites salen a fuego…»
Sí. Y aquí es donde el corredor popular se confunde y se autoengaña.
Ves a Kipchoge empezar una maratón a 2:50 el kilómetro y piensas que «hay que salir rápido».
Vamos a ver si lo entiendes.
Kipchoge no sale «rápido». Kipchoge sale a su ritmo de carrera. Un ritmo que ha entrenado durante meses hasta la extenuación. Su cuerpo está preparado para soportar esa velocidad durante 42 kilómetros.
Su salida no es un calentón de adrenalina. Es el primer paso de un plan ejecutado con una precisión milimétrica. No está improvisando. Está trabajando.
Tú, en cambio, tienes un objetivo de hacer un 10k en 50 minutos. Eso es un ritmo de 5:00/km. Y sales el primer kilómetro a 4:40.
Tú no estás ejecutando un plan. Estás cometiendo un suicidio deportivo.
El error no es la velocidad. Es la falta de control. Es correr por encima de tus posibilidades reales cuando el cuerpo aún no está preparado para ello. El corredor de élite controla su esfuerzo desde el primer metro. El amateur se deja llevar por la euforia y lo paga caro.
El arte de la guerra del corredor inteligente: los Negative Splits
Ahora imagina otra carrera.
Misma línea de salida. Mismos nervios. Mismo pistoletazo.
Pero esta vez, eres más listo.
Los primeros dos kilómetros te los tomas con una calma insultante. Dejas que te adelante todo el mundo. El ego te grita que eres un cobarde. Le mandas a la mierda. Miras el reloj y vas 5 o 10 segundos MÁS LENTO que tu ritmo objetivo.
Perfecto.
Estás calentando en carrera. Estás dejando que tu cuerpo se adapte. Estás ahorrando energía.
A partir del kilómetro 3, te ajustas a tu ritmo objetivo. Ni más, ni menos. 5:00/km. Te sientes cómodo.
Controlado.
Llega el fatídico kilómetro 7.
Y no hay muro.
No hay pájara.
Te sientes… bien. Fuerte.
Y entonces empieza la caza.
Empiezas a adelantar a todos los valientes que salieron como pollos sin cabeza. Uno a uno. Los vas recogiendo. El que ahora va cojeando. La que va andando. El que mira el reloj con cara de funeral.
Tu ego, ahora sí, sonríe. Pero no por arrogancia. Por pura satisfacción.
Los últimos dos kilómetros son tuyos. Aprietas los dientes y aceleras. Acabas esprintando.
Cruzas la meta con la sensación de haberlo dado todo, pero con control.

Miras el reloj. Has reventado tu marca.
Acabas de ejecutar una carrera en negative splits: has corrido la segunda mitad más rápido que la primera.
No has corrido con el corazón.
Has corrido con el cerebro. Y has ganado.
Cómo encadenar a tu ego antes de la carrera
Esta estrategia no se improvisa. Si esperas al día de la carrera para decidir ser inteligente, tu ego y la adrenalina te van a devorar.
El plan de carrera se escribe en frío. Días antes. Con la cabeza despejada.
Y para eso están las herramientas.
La semana de la carrera, te sientas, abres el cuaderno y escribes tu plan de batalla. Negro sobre blanco.
Objetivo: Sub 50′ (4:58/km)
Estrategia: Negative Splits
Km 1-2: Ritmo de calentamiento. NO MÁS RÁPIDO de 5:10/km. Dejar que me adelanten. Controlar el ego.
Km 3-7: Ritmo de crucero. Clavar 5:00/km. Concentración.
Km 8-10: Modo ataque. Bajar de 5:00/km si hay fuerzas. Cazar cadáveres.
El día de la carrera, no tienes que pensar. No tienes que «sentir». Tu única misión es obedecer lo que escribiste en el cuaderno.
El cuaderno es tu cerebro racional.
El que no se deja llevar por la música ni por el dorsal en el pecho.
Es la disciplina por escrito. Y la disciplina siempre, siempre, le gana la partida al ego.
Así que la próxima vez que estés en una línea de salida, pregúntate quién manda.
Si el animal irracional que quiere salir a reventar… o el estratega que quiere llegar a la meta habiendo ganado.
